Hace unos días me desperté con el siguiente mensaje en mi Whatsapp: “Qué fuerte lo de Fani y Rubén”. Yo, propenso a no enterarme de nada, repasé mentalmente mi lista de conocidos para saber quiénes podían ser los protagonistas. Antes de sacar alguna conclusión, un rápido vistazo a Twitter me dio la respuesta: Fani y Rubén son las nuevas estrellas de la televisión gracias a ‘La isla de las tentaciones’. ¿Que qué es eso? Un reality. ¿Qué de qué va? Pues, como pasa con la película ‘Serpientes en el avión’, el título no permite dudas: parejas de chicos y chicas jóvenes y atractivos que se separan para poner a prueba su relación (supongo que el título ‘El programa de los cuernos’ no terminó de cuajar). Y claro, en este mundo en el que vivimos, pasa lo que el público espera y desea que pase.


El programa es, básicamente, un canto a la infidelidad y a los celos. Con semejante premisa a mí solo me falta un personaje como Yago que se dedique a rondar a los incautos Otelos para convertirlo en una verdadera tragedia shakespeariana con ecos caribeños. Un programa que nace y muere en Telecinco, rey de los realitys y, por si nos hemos olvidado, cadena envuelta en un escándalo relacionado con la violación que sufrió una de sus concursantes en el espacio estrella de la casa. Episodio que recordemos está en los tribunales y que obligó a la cadena a suspender la XX Edición de Gran Hermano. Pero no teman, el reality por antonomasia volverá a nuestras pantallas renombrado y como si nada hubiera pasado. Hasta entonces, Telecinco, ante la fuga de anunciantes, parece haber ideado una curiosa estrategia empresarial que parece tener de eslogan: “Si no podemos hacer un reality por miedo a que haya algún abuso, hagamos uno basado directamente en la cultura de la violación”. Curiosa también su audiencia, donde parte de aquella que parecía haberle dado la espalda por mantener en parrilla a Gran Hermano es la que ahora mira por el rabillo del ojo todo cuanto pasa en la isla.


Complicado también defender un producto que la propia cadena parece disfrazar de experimento sociológico pero que en realidad no deja de ser el mismo producto sobreexplotado pero puesto bajo una luz distinta: cuando no es una casa, es una isla, y cuando no son famosos, son personas anónimas, jóvenes y guapas. La cuestión es diseccionar ante las cámaras la miseria humana. Queremos dejar de vivir en la cultura de la violación sin intentar tener cultura televisiva, esa con la que hoy normalizamos todo cuanto sucede en la televisión con la muletilla de “si lo veo en la tele es porque es lo habitual”. Tal vez por eso ya ni pestañeamos cuando nos asaltan diariamente noticias sobre violaciones, manadas o crímenes machistas. Hemos interiorizado tanto que esto es así porque tiene que ser así que ya ni nos molestamos en indignarnos.


Y todo esto ocurre en pleno debate del denominado ‘pin parental’ -cuando en realidad debería llamarse “voy a ponerle una correa al chiquillo un poco más corta, no vaya a ser que lo pierda de vista”- y sobre qué cosas deberían aprender los niños en las escuelas. Entiendo que, en cierta medida, los padres tengan algo que decir en torno a la educación que reciben sus hijos, un papel que toda la vida han jugado las AMPAs. Sin embargo, ese discurso basado en “el crio es mío y me pertenece” me parece propio de la Alabama del S.XIX, donde muchos se acogían al “este hombre es de mi propiedad y lo azoto si quiero”. O tal vez propio del extremismo religioso, donde el cabeza de familia es la voz autoritaria sobre los demás miembros y se cumple lo que este ordena y manda. En todo caso, una interpretación sesgada de la patria potestad es la que nos puede llevar a tener pensamientos tan radicales y a la existencia de, por ejemplo, niños sin vacunar. Sobre los niños podemos tener compromisos y obligaciones, nunca derechos, que afortunadamente estos siguen siendo de cada uno e indivisibles. Es responsabilidad del Estado formar en las escuelas a los futuros ciudadanos y hacerlo en valores como la igualdad y el respeto.


Tengo claro que si dejamos a los padres vetar el acceso de sus hijos a cosas como la educación sexual, la teoría de la evolución o talleres sobre diversidad sexual e igualdad de género, el futuro de esos niños y niñas será en blanco y negro, ya que se moverán en un mundo donde para ellos solo existe una cara de la realidad, aquella en la que han sido adoctrinados, perdiéndose toda una paleta de grises que al final es la que compone la vida. Por esto, el peligro no está tanto en que los jóvenes de hoy tengan acceso a un programa como ‘La isla de las tentaciones’, sino que eduquemos a muchachos y muchachas cuya formación emocional les impida saber que esas relaciones afectivas no son sanas y que el amor, la convivencia y el afecto en pareja es muy distinto al que vemos en la pantalla -y ya no digamos en la pornografía, un mundo al que acceden cada vez más jóvenes con la idea de que ahí encontrarán todas las respuestas a la pregunta qué es el sexo-.


Por todos estos motivos, animo a Mediaset a crear un nuevo programa titulado ‘La isla de los terraplanistas’, donde personas con más horas de culturismo que de cultura y tarados emocionales que piensen que la homosexualidad es una enfermedad, porque así se lo enseñaron en casa, puedan dar rienda suelta a su libido desbocado en una orgía de muchas feromonas y pocas neuronas. Tal vez el programa no resulte entretenido o tal vez sea un éxito rotundo. No lo sé. Lo cierto es que mi verdadero interés es tener a todas esas personas localizadas y lejos para, al menos, enterarme de qué van mis mensajes de Whatsapp.

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