En los últimos meses son frecuentes las noticias que apuntan a que el monarca prófugo, Juan Carlos, quiere volver a España. De confirmarse su vuelta cabe preguntarse si el emérito será juzgado por la justicia española, dados los numerosos casos de corrupción en los que aparece envuelto. Casos que parecen incontables, pues cada día que pasa aparece uno nuevo de origen y naturaleza distinto a los anteriores.


No sé si todos los políticos que aprobaron en su día (31 de octubre de 1978) el texto de la Constitución Española eran conscientes en ese momento de la puerta que abrían a las prácticas de corrupción por determinados miembros del aparato del estado, como por caso la Corona. Recordemos que aunque el texto establece que "los españoles son iguales ante la ley" (Artículo 14) también recoge que "la persona del Rey es invioláble y no está sujeta a responsabilidades" (Art. 56.3). La Corona quedaba así colocada en una posición en el que la fiscalizar sus actuaciones resultaría complejo y difícil.


Ahora estamos viendo hasta dónde puede llegar esa falta de control democrático, hasta dónde el monarca es un gobernante cuyas actividades privadas se benefician del "silencio oficial", lo que le permitió, tal y como estamos viendo, acumular mediante turbios negocios una inmensa fortuna que escapa al control de la hacienda pública y se esconde en cuentas domiciliadas en paraísos fiscales. El emérito habría así cometido impunemente incontables delitos fiscales y de blanqueo de capitales con negocios que, en no pocos casos, atentan contra los derechos humanos como, por caso, la venta de armas a regímenes dictatoriales. Negocios de los que, con frecuencia, se beneficiaban grandes empresas españolas: Banco Santander, BBVA, Iberdrola, Endesa, Repsol, ACS, Ence...


Impunidad a la que ha contribuido tanto las más altas instancias del poder judicial como los grandes partidos políticos. Los primeros con un tratamiento penitenciario muy amable, como por caso archivando los expedientes o dictando sentencias absolutorias, los segundos bien con su silencio bien impidiendo que el Congreso investigue la fortuna del emérito. Actitudes para las que se amparan en el citado artículo 56.3 de la Constitución española que reconoce la inviolabilidad de la monarquía y que, parece, facilita que al día de hoy aún no exista una acusación penitenciaria en contra.


Que la más alta instancia del estado español esté envuelta en tales escándalos de corrupción pero que se mantienen impunes es, como bien critican los y las dirigentes de UP, "una grave anomalía democrática y un descrédito de las instituciones". Un grande déficit democrático que provoca una creciente desafección ciudadano por la política y las instituciones.


Un gran déficit democrático que se deriva de varias realidades jurídicas incompatibles con un régimen democrático. La primera es la constancia de que en España no TODOS los ciudadanos son iguales ante la ley y, lo que resulta mas grave, que hay quien está al margen de la misma. La segunda es que no TODOS los representantes políticos son elegidos democráticamente. La última es la existencia de un poder hereditario que en un régimen democrático NO debe tener cabida. Por estas razones a monarquía española es una anomalía histórica fruto del tránsito de una cruel dictadura a una democracia que fue dirigido y pilotado por las fuerzas del antiguo régimen.


He ahí que llegados a esta situación, con una monarquía que asfixia la democracia, y apoyados tanto en los argumentos jurídicos y democráticos anteriores como en su enorme descrédito a reivindicación de la celebración de un referéndum sobre la forma política del estado español esté más justificada que nunca. Referéndum que no debe impedir que paralelamente se lleven adelante las necesarias investigaciones parlamentarias y judiciales

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