Hasta ayer no todos conocíamos el local ‘A tapa do barril’. Bastó con que un vídeo se hiciese viral, gracias a un ridículo y a la infinita paciencia de una de sus empleadas, para que no solo se popularizase este pequeño bar de Vigo, sino que todo Twitter se volcase en su promoción y lo haya convertido en referencia en España entera. ‘A tapa do barril’, perfecto para tomarte una rica empanadilla, buen ambiente y buen precio. Porque pagarla hay que pagarla. Porque nada es gratis, aunque algunos se crean que sí. 

 

Entiendo que Borja Escalona no quisiese pagar la empanadilla. Lo entiendo perfectamente. Porque está claro que él la empanada ya la traía de casa. Y es que este “youtuber”, o “influencer”, o cualquier término absurdo y vacío de sentido que quieran usar para definir a semejante personaje -de hecho “personaje” es el mejor palabro para definir a este personaje- ya era conocido antes por calentársele el boquino: que si colarse en el metro, que si sortear la seguridad de un estadio de fútbol, que si retar a Omar Montes a un combate de boxeo e irse para casa calentito… Conocido para algunos, especialmente jovencitos influenciables e impresionables. Para quien les habla, un nadie de 27 años al que sus amigos califican de “boomer” -con toda la razón del mundo, ojo-, era un absoluto desconocido hasta ayer. 

 

“Hemos confundido importancia con fama”, decía Chojin en uno de sus temas. Lo cierto es que, en este mundo en el que todos persiguen su minuto de gloria, las redes y las plataformas acostumbran a conceder notoriedad -efímera casi siempre- a algunos especímenes sin importar los motivos que los han llevado ante tal reconocimiento. Hoy, por poder, puedes ser famoso solo por ser la pareja de alguien, por enseñar tu armario, porque te regalen tu primer “Luisvi”, por insultar a niños mientras juegas al LOL y crearte un ejército de bots que te defienden en Twitter... Puedes ser famoso por, por ejemplo, llamar a un repartidor “caranchoa”. Y puedes ser famoso por, por ejemplo, meterle un bofetón con toda la mano abierta a alguien que, durante tu jornada laboral, se acerca a ti y te llama “caranchoa”. Otra referencia boomer, supongo. 

 

Buscamos ídolos cada día, gente a la que amar y odiar, a la que consumir, devorar y exprimir en segundos, todo con tal de no pensar mucho y poder envidiarlos, o desearlos, o trolearlos, o volcar toda nuestra frustración sobre ellos. Pero por eso debemos diseccionar bien las palabras del Cho: pueden ser famosos, pero no los hagamos importantes. Que no te diga un influencer qué dieta debes seguir, que no te diagnostique un tiktoker, que no te indique qué te debe gustar y qué no un youtuber, que no te vista un futbolista, ni un cantante, ni un político. 

 

Ese es el poder que les hemos dado durante años con nuestras acciones, el poder que les hace creer que, por tener un puñado de seguidores o fanáticos, pueden irse de vacaciones y exigir al hotel de turno que quieren una habitación gratis y con todo incluido, porque ellos lo merecen y así el hotel ganará “visibilidad”. Pero ni la gente de recepción, ni los de limpieza, ni nadie en ese establecimiento lleva un plato de comida a la mesa con “visibilidad”. Por lo mismo, reclaman mesas en restaurantes, la última videoconsola del mercado, entradas para festivales o coches, cuando no son capaces ni de pagar los 2 euros que cuesta una empanadilla. Todo bajo la amenaza de hacerles una mala crítica, valorarlos con cero estrellas o subir una foto a Instagram con la leyenda “no vuelvo”. 

 

El yugo del famosito, el precio de encumbrar a cualquiera y hacerle creer que es alguien, cuando ninguno somos nadie y mucho menos más que aquel o aquella, cuando hoy estás aquí y mañana a saber, cuando todo da igual, porque no te equivoques, el mundo no gira a tu alrededor, no eres importante, como seguro que tampoco lo es este texto, al que tampoco tienes que hacerle caso porque es una opinión, no un mantra. Como ellos, yo también soy creador de contenido.

 

Eso sí: al entrar en un local da los buenos días, usa siempre las palabras “disculpe”, “por favor”, “gracias” y “cuando pueda”, no silbes ni chasquees los dedos para llamar la atención de la persona que te atiende y agradece el servicio al irte. Hazlo porque no son esclavos de nadie, porque podrías ser tú la persona al otro lado de la barra y porque, lo creas o no, podrían escupirte en el café por ser un capullo. Y paga las empanadillas en ‘A tapa do Barril’. Que son dos euros. Y Ana y Rebeca tienen que comer, que no viven de la promoción de maleducados a los que, con gusto, harían picadillo para el relleno de sus empanadillas. 

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