Mi primer recuerdo de un mundial de fútbol en realidad son tres. Recuerdo a un hombre rollizo y sudoroso que berreaba en la banda. Tan rollizo era y tanto sudaba que incluso se acuñó un término para referirse a aquellas personas que empapan la camisa y a las que, como ocurre con la edad de los árboles, se les puede medir el nivel de estrés contando los anillos que los cercos de sudor deja bajo sus sobacos. Tal vez la RAE no recoja una acepción para estar 'Camacho', pero puede que Verbolario sí. También recuerdo a Ronaldo y su peinado ridículo que todos los niños queríamos pedirle al barbero, para ver si se nos pegaba algo del ‘fenómeno’. Y también recuerdo el España - Corea, un partido que quedó grabado para siempre en la memoria de los españoles como el día de la ignominia, una infamia nacional solo equiparable a la batalla de Trafalgar o que Rosa no ganase Eurovisión, unltraje que se produjo solo unas semanas antes. 

 

Hace ya 20 años de aquel Mundial de Corea y Japón y todavía recuerdo cómo viví aquella Copa del Mundo desde mi pupitre. Eran los últimos días de clase de junio y los partidos, al otro lado del globo, se jugaban en nuestro mediodía. La profesora, Charo, nos permitía escuchar un ratito la radio para saber cómo iba España, pero solo hasta conocer el resultado. No podía desviarse mucho de las lecciones. En 1º de Primaria cada clase cuenta. Ese día tocaba “palabras que empiezan por la letra J”. Cruzar el Rubicón, vamos. 

 

En 2002 los móviles eran del tamaño de un ladrillo gordo y tan solo permitían algo tan primitivo como llamar por teléfono, mientras que internet solo existía en casa de tu vecino el rico, el que tenía parabólica con todos los canales y no el Canal+ pirata y con grano como los demás. Por eso todos nos afanamos a nuestros transistores, deseosos de conocer las noticias que llegaban desde el Lejano Oriente. Recuerdo que conocíamos los goles de España porque lo celebraban los de la clase de al lado, a los que sí les dejaban escuchar la radio, y los gritos se reproducía en las aulas aledañas como una ola que pronto inundaba todo el colegio en un mismo y unísono “¡Gooool!”. Recuerdo que Morientes marcó dos goles contra Eslovenia. Recuerdo que me importaba más bien poco el fútbol. Recuerdo que me gustaba porque le gustaba a mis amigos y porque cantábamos en el autobús de regreso a casa. 
 

Ayer tuve muy vivo ese recuerdo. Recordé lo que era que te avisasen de lo que estaba pasando con mucha antelación. Vivo encima del Bar Nariño, famoso por su tortilla -tan famosa es que pugna por el Trono de Hierro a la mejor tortilla de todo Santiago de Compostela y, por consiguiente, de toda Galicia- y por ser la sede de la delegación española en este mundial de Qatar. Españoles cuando juega España, porque en este crisol que es Pelamios los goles de La Roja se celebran con la misma intensidad que los de Brasil, Senegal o Ecuador. La cuestión es que mi televisor tiene un retardo de varios segundos con respecto al del bar y que se va haciendo cada vez mayor a medida que avanza el partido, por lo que me entero de las ocasiones, de los goles, de las faltas y de todo lo que ocurre por los decibelios de los gritos de los parroquianos, que llega a mis oídos mucho antes de que yo lo pueda ver en “directo”. 

 

Así me enteré del gol de Morata, del empate de Japón y de la remontada de los nipones, esto último en cuestión de tres minutos. Por el barullo del Nariño supe que algo pasaba cuando los gritos de desesperación del 2-1 se tornaron en un remolino de emociones, con gritos de alegría al ver que el balón había superado la línea de cal, de perplejidad al constatar que la tecnología no anulaba el tanto y de rabia cuando el árbitro señaló el centro del campo autorizando el gol. Todo eso ocurrió en el Nariño, mi VAR, mi moviola, la que me dice lo que sucede, lo que es y lo que no es. Mientras, en mi tele Morata todavía festejaba el 0-1. 
 

En ese momento España entera recordó aquel centro de Joaquín ante Corea, pero al revés. El nombre de Al-Ghandour, el cuatrero con silbato y camiseta de árbitro de aquel partido, saltó de boca en boca dos décadas después mientras otra selección asiática toreaba a Españita. Tuvo que venir Alemania -porque Alemania es Alemania, muy Alemania y mucha Alemania- a rescatar a España, como en la crisis económica de 2008, porque durante un ratito Costa Rica a punto estuvo de cobrarse la venganza de hacerles un siete y mandar a Luis Enrique y cía en un charter a Barajas. 

 

Al final, pese al VAR, la tecnología y la madre que la parió, España pasó de ronda derrotada, el Nariño se vació de universitarios con la bandera nacional que inmediatamente cambiaron la camiseta de Pedri por el polito y el jersey -que es jueves, y el cuerpo lo sabe- y yo me quedé en mi piso, solo, clamando contra el televisor porque Japón nos acababa de marcar el 2-1. Ya sabía el final porque el oráculo del Nariño me lo había mostrado a berridos, pero tenía que verlo con mis propios ojos para escribir este artículo con una opinión que nadie ha pedido, como si fuese todo un expresidente del Gobierno. 
 

Y el siguiente partido es contra Marruecos. Que Marruecos es Marruecos. Y Pelamios es como la Melilla del interior, con su corazón marroquí. En el Nariño el partido del próximo martes tiene aroma de derbi, de kebab y tortilla de patata. Ese día tendré que bajarme al bar, a mi VAR, a ver el fútbol, porque desde mi piso no sabré si cuando gritan gol es de unos o de otros. Ay, bendita multiculturalidad y maldito retardo. Que Al-Ghandour nos coja confesados…


 

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