Compostela no se alimenta tanto del desembarco de una barca de una piedra como del talento de la tripulación que representa las sucesivas iteraciones de la farsa.
Están atestadas las escaleras de la Quintana. Ponle mil, dos mil personas. Calculo un 70% de foráneos y 30% de indígenas.
Suena Sumrrá, combo cósmico de jazz gallego. No es música fácil. Avant-jazz? New age-noise? Partes de Ludovico Euinaldi, otras de Yo La Tengo. La melodía hay que buscarla. Para oír, es necesario atender, escuchar.
El bajo de Xacobe retumba, la batería de LAR Legido chirría arañada con trastos de todo a todo a 100. Aprendemos a percibir la música en lo que obviamos a diario. Nunca te habías fijado en la melodía de un globo al desinflarse? De fondo, más allá del mínimo escenario, bailan un par de niños descalzos ante el deleite de la improvisada tribu.
De los tres instrumentos, el más
importante es el más tímido. El piano de Manuel Gutierrez cose una melodía cada vez más despacio, más abajo, deshilachándola con pereza hasta abandonarla por completo. Sucede entonves el milagro del Feito a Man.
A las diez de la noche en una Quintana de agosto desbordando pilgrins, hay silencio absoluto.
Gutiérrez nos pastorea a todos, visitantes y forofos locales, hacia una comunión sensorial, un vacío sonoro. Estamos aducidos. Incluidos algunos clásicos profundos de la noche compostelana, que ya empor sí es bien honda. Gente que ni sabe estar quieta ni callada, quedó boquiabierta.
En ese rato de silencio me reconcilié con mi ciudad. Olvido que no voy a entrar en el super porque vuelve a estar atestado de excursionistas. Obvio los diez minutos cediendo el paso a una manada de cristianos en bici por la acera (miren, saltarse el código de circulación creo que también es pecado). Acepto sumiso ser actor secundario en mi ciudad, figurante de una farsa espiritual dopada con mis impuestos.
Cuento de nuevo. Son, mínimo, 700 peregrinos. Todos hipnotizados por Sumrrá. Luego, calculo, malo será que no haya un par de aficionados al jazz. Dos melómanos que volverán la casa recordando como tras andar mil caminos acabaron en una esquina de Europa embaucados por un trío lisérgico.
Son experiencias así las que hacen de Santiago un lugar diferente.
Compostela no se alimenta tanto del desembarco de una barca de piedra, que niega el principio de Arquímides y el sentido común, como del talento de la tripulación que representa las sucesivas iteraciones de la farsa.
Esta tragicomedia atrae a personas peculiares que en algún momento de sus vidas sentían que no encajaban en su tierra. Cualquier picheleiro puede darle ejemplos abundantes. Cantautores argentinos a los que les devalaron el peso, periodistas asturianos exiliados por desamor, profesoras centroeuropeas reiventándose, refugiadas interiores asombradas por la aldea ideal …
Todos ellos llegaron y muchos terminaron por enrolarse para siempre. A lo mejor este invierno se embarca alguien más, quien sabe si será esa coreana amante del jazz de vanguardia, que ahora sigue el ritmo con los pies y una caña de tres euros en la manos.