Ubicación del yacimiento de Valdavara 1, en Becerreá

 

 

El epicentro de este descubrimiento es el yacimiento de Valdavara 1, una cueva situada en el límite geográfico y cultural de lo que se conoce como la zona de influencia cantábrica. La investigación, liderada por Hugo Bal García, del Grupo de Estudos para a Prehistoria do Noroeste de la USC y del Centro de Investigación Interuniversitario das Paisaxes Atlánticas Culturais (CISPAC), ha analizado con precisión quirúrgica más de dos mil restos de fauna hallados en el lugar. Los resultados, publicados en la revista internacional Journal of Archaeological Science: Reports, desmontan la idea de una dieta homogénea en el Magdaleniense, mostrando que en esta zona de Galicia se desarrolló una especialización cazadora muy concreta.

 

Mientras que en la inmensa mayoría de los yacimientos de la época, tanto en la cornisa cantábrica como en otras áreas de Europa, las comunidades humanas basaban su subsistencia en la captura masiva de ciervos, caballos o cabras montesas, los grupos de Valdavara optaron por un camino distinto. El estudio confirma que el rebeco (Rupicapra pyrenaica) constituía la fuente de proteínas predilecta para estos clanes, representando más del 40% de todos los restos animales identificados. Esta cifra no es anecdótica; supone una anomalía estadística que supera ampliamente a cualquier otra especie encontrada en la cueva y demuestra un conocimiento profundo y especializado del terreno montañoso por parte de aquellos cazadores.

 

Huesos de animales en el yacimiento de Valdavara 1, en Becerreá

Un supermercado en la frontera de dos mundos

La razón de esta peculiar dieta radica en la ubicación estratégica del yacimiento, un factor determinante que los investigadores destacan como clave para entender el asentamiento. Valdavara se encuentra en lo que los expertos denominan un ecotono, un punto de encuentro ecológico donde convergen los bosques de los valles bajos del río Narón con el ambiente alpino de las cumbres de los Ancares. Esta dualidad paisajística permitía a los grupos humanos, y también a los animales, acceder a una variedad de recursos que no existía en otras latitudes, facilitando una estrategia de caza diversificada que, aunque centrada en el rebeco por su abundancia local, no hacía ascos a otras presas.

 

Sin embargo, la cueva de Valdavara no funcionaba como un hogar permanente y apacible, sino más bien como un refugio temporal disputado. El análisis de los huesos ha permitido reconstruir una crónica de ocupaciones intermitentes que se lee casi como una novela de suspense prehistórico. A pesar de la gran cantidad de restos, el porcentaje de huesos con marcas directas de herramientas humanas es relativamente bajo, apenas un 6%, lo que sugiere que la cueva no era el lugar principal donde se procesaba toda la carne o que el espacio se compartía en el tiempo con otros inquilinos mucho más peligrosos. Los verdaderos reyes de la cueva, cuando los humanos no estaban, eran los carnívoros.

 

Compartiendo piso con el enemigo

El estudio de las marcas de dientes y las huellas de digestión en los fósiles ha revelado que lobos, zorros y osos utilizaron la cavidad como guarida de forma recurrente. De hecho, la presencia de marcas de mordeduras en casi un 14% de los huesos indica que estos animales, especialmente los zorros, entraban en la cueva para carroñear los desperdicios que dejaban los grupos de cazadores-recolectores tras sus estancias. Se ha documentado una superposición de señales en los mismos huesos que evidencia este solapamiento: lo que un humano cazaba y comía, más tarde era aprovechado por un zorro, creando lo que en arqueología se denomina un palimpsesto, una mezcla de historias grabadas sobre la misma superficie.

 

Esta dinámica de ocupación rotatoria, donde humanos y grandes depredadores como el lobo (Canis lupus) o el oso pardo (Ursus arctos) se alternaban en el uso del refugio, dibuja un panorama de alta movilidad. Los humanos no residían allí todo el año; acudían en momentos puntuales, probablemente siguiendo los movimientos estacionales de las manadas de rebecos o como parte de un circuito más amplio de desplazamiento. La cueva era pequeña y, según sugieren los investigadores, quizás no servía para las tareas domésticas principales, que podrían haberse realizado en el exterior o en otros asentamientos cercanos, sino que se usaba para actividades específicas o como alto en el camino.

 

A pesar de la feroz competencia animal, la huella cultural humana en Valdavara es innegable y sofisticada. Además de los restos de comida, el yacimiento ha devuelto herramientas de hueso, artefactos líticos y, lo que es más importante, adornos personales. Estos objetos son la prueba de que los habitantes de las montañas de Lugo no estaban aislados del mundo. Al contrario, los hallazgos conectan directamente este enclave con las tradiciones del Magdaleniense del resto del norte peninsular, sugiriendo vínculos claros con la región franco-cantábrica y, más concretamente, con el valle del Nalón.

 

La conexión cantábrica y la identidad gallega

El hallazgo de estos elementos ornamentales y herramientas refuerza la teoría de que existía una red de movimientos estacionales que conectaba la costa con el interior. Los grupos humanos se desplazaban fluyendo entre territorios, llevando consigo no solo sus técnicas de caza, sino también sus símbolos y su identidad cultural. Valdavara 1 se posiciona así como un sitio fundamental para comprender estas dinámicas, demostrando que la movilidad era una herramienta de supervivencia tan importante como la propia lanza. Las montañas orientales de Galicia no eran una barrera infranqueable, sino un territorio vivido y explotado intensamente.

 

Este estudio supone un avance crucial para la arqueología del noroeste, una región que históricamente ha contado con menos datos sobre las estrategias de subsistencia del Paleolítico en comparación con la vecina Asturias o Cantabria. Al poner el foco en la fauna y en cómo se procesaba, el equipo de Hugo Bal ha rellenado un vacío histórico, ofreciendo por primera vez una imagen nítida de qué comían y cómo vivían aquellos primeros gallegos. La investigación nos recuerda que la adaptación al medio local, aprovechando lo que la tierra ofrece —en este caso, el rebeco—, ha sido una constante en la historia de la humanidad.

 

En definitiva, la cueva de Becerreá emerge ahora no solo como un yacimiento más, sino como una pieza clave del puzle del Magdaleniense ibérico. Esta nueva investigación habla de un tiempo en el que la supervivencia dependía de entender los ritmos de la naturaleza, de saber cuándo llegar y cuándo marcharse antes de que llegaran los lobos, y de una capacidad de adaptación que permitió a nuestros ancestros prosperar en los fríos valles de los Ancares. La ciencia ha logrado, milenios después, dar voz a aquellos cazadores silenciosos y a su particular banquete en las montañas.

 

 

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