Mi generación ha vivido colgada a la estampita de Gibraltar español, una coletilla como la del ‘procés’ que cansa, y mucho, a muchos catalanes. Estos días el fantasma Gibraltareño ha vuelto, y no lo digo por las estupideces del Premier Picardo, que para ganarse el sueldo sacude la badana al único estado europeo con el que le convendría llevarse bien, ya que es el vecino del piso de arriba y, como todos sabemos, es el que mete ruido y no nos deja dormir.


El Parlamento Europeo ya lo ha dicho muy claro: Gibraltar e Irlanda gozan del derecho veto para los países que padecen anormalidades históricas en su territorio. Ambas se reservan el derecho de decir no a esa parte del Brexit, que ha propuesto Gran Bretaña como solución propia a sus relaciones con el resto de Europa.


Supongo que esa decisión le ha cortado la sonrisa al señor Puigdemont y al Señor Romeva, que pretendían una alianza similar a la que provocó el Tratado de Utrech, para así dar rienda suelta a sus ilusiones soberanistas. ¡Y pensar que todo este lio nace por la sucesión en el Trono de España en tiempos de Luis XIV, el todopoderoso rey francés!


¡Otra vez, Gibraltar! Déjense algunos de historias pasadas y acabemos de una vez por todas con esta pesadilla del Brexit. Salvemos entre todos lo que mejor beneficie a ambas partes y, como diría Don Jesús el cura que me bautizó, a partir del pacto que se ha de negociar, cada uno en su casa y Dios en casa de todos. Y amén.

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