Es 7 de octubre y yo me voy a la playa

Llega el sábado y después de una larga semana de laburo uno quiere marcharse al pueblo y desconectar. El calor aprieta y el sol invita a agarrar la toalla, el bañador, las chancletas e ir a pasar el día a la playa. Y para merendar, unas castañitas. Porque estamos en octubre y ya no es tiempo de sandías, sino de castañas, setas y calabazas que empiezan a decorar las entradas de las casas en un Samaín anticipado. Es 7 de octubre y esto no es La Habana, es A Pobra do Caramiñal, y la temperatura que marca el termómetro es impropia de este mes. Pero lo lleva siendo ya varias semanas. El otoño se resiste a entrar en Galicia y, aunque lo celebremos en la arena, es realmente preocupante.

A mí, personalmente, ya me molesta. Quiero sacar de una vez el abrigo del armario. Quiero ponerme las botas para la lluvia, quejarme por llegar empapado a la redacción, tomarme un café calentito para combatir el frío, decir que no puedo quedar porque hace malo y no hay quien me saque de casa. Pero es octubre, hace 30 grados y me encuentro en camiseta y pantalón corto, asfixiado de calor incluso por la noche, dudando de si jubilar el ventilador o dormir otra noche arrullado por su refrescante runrún.

No veo mucha preocupación en general. La gente puede estirar el terraceo y las camisas con palmeras. A este ritmo, Abel Caballero encenderá las luces de Navidad en bermudas y desde Samil. Y podrá hacerlo metido en el agua, porque la temperatura del Atlántico en octubre roza los 25ºC. He comido cocidos más fríos que la sopa en la que se está convirtiendo la ría de Arousa. ¿Qué si esto puede afectar en algo a los mejillones y mariscos de nuestros mares? Me lo preguntan el 24 de diciembre cuando se paseen por la lonja.

A la gente le da igual que esto se convierta en una bola de fuego inhabitable. Prueba de ello son los más de tres millones de votos que se llevaron el pasado 23 de julio los integrantes de un partido que niega el cambio climático y se opone a las medidas que buscan combatirlo. Pero lo mismo da, porque sus socios, de no ser por el tirón de orejas de Europa, hubieran secado Doñana, exprimiendo hasta el último litro para, qué sé yo, mantener verde algún que otro campo de golf. Porque los campos ya se nutren de los regadíos ilegales. Pero ese tema mejor para otro momento. 

Si es que da igual. Porque si no son unos son otros, y poco o nada importa que recicles y tengas que zafarte con una pajita de cartón cuando el planeta entero aplaude que en 2030 se vaya a celebrar un Mundial de Fútbol en seis países distintos, con sus consecuentes desplazamientos y vuelos de miles de kilómetros, quemando más combustible en un solo Argelia vs Perú que todo lo que pueda contaminar uno en lo que le resta de vida. No creo que la Agenda 2030 contemplase esto entre sus objetivos. Tampoco creo que nadie se tomase en serio esa agenda, arrojada a la papelera por muchos y no solo de forma metafórica.

Nos vamos al tacho bien calentitos y nadie levanta la voz. No tenemos mucha intención de que la cosa mejore. "El cambio climático. ¿Qué problema hay? En los últimos días de la humanidad hará bueno", decía Joaquín Reyes con toda la sorna del mundo. También decía un catedrático de Harvard que "cada año se supera el récord de temperatura. Cada año que pasa es más caluroso que el anterior. Esto quiere decir que, a finales de este siglo, 2023 habrá sido uno de los años más fríos del S.XXI. Disfrutadlo". No sé a usted, pero a mí se me eriza la piel de pensarlo. Y no, no es por el frío. Es por su ausencia.