La grada, espejo de una sociedad racista

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Estamos a vueltas en pleno S.XXI con que si España es racista. El ‘Caso Vinicius’ ha abierto un debate que creíamos olvidado en un país que se define a sí mismo como una nación de naciones. Los gritos racistas proferidos por parte de la afición del Valencia hacia el futbolista brasileño nos ha hecho mirarnos en el espejo y preguntarnos: ¿es que realmente somos así? La respuesta es obvia: sí, claro que lo somos. Somos una sociedad racista. ¿Qué sociedad no lo es? ¿Qué sociedad es perfecta y ejemplar? Como sociedad miramos con desconfianza al extranjero, ese que utilizan muchos partidos políticos como arma arrojadiza y con el que nos bombardean hoy en campaña, avisándonos de que vienen a quitarnos el trabajo y a robarnos las gallinas. Mensajes que calan en un porcentaje alto de la población y que aúpan a los partidos de vociferan esa basura xenófoba -y a los que pactan con ellos- a no pocos gobiernos. Claro que somos racistas. Y más cosas. 
 

Pero, ¿somos racistas con los negros? No necesariamente. Más bien no solo. Somos racistas con los negros, con los árabes, con los asiaticos, con los sudamericanos, con los ingleses…con todo el que tenga un acento diferente al de nuestro entorno. Esto incluye a los madrileños, catalanes, andaluces, vascos o extremeños que se instalan en Galicia en verano, y a los propios gallegos que se atreven a salir de las fronteras del fogar de Breogán. Tenemos actitudes racistas con todos ellos y ellos las tienen conmigo y contigo. Y también somos todos abiertos, amables, hospitalarios y corteses. Entonces, ¿qué diablos somos? Contradictorios, como solo sabe serlo la especie humana, inventora de un juego tan belicoso como el balompié. 
 

Vaya por delante que no todo vale y que pagar una entrada no le dá a nadie derecho a tener comportamientos racistas o a desearle la muerte a alguien. Dicho esto, en las gradas de un estadio la corrección política es un elemento que se queda en el torno de la entrada. Un torno por el que pasan los mismos racistas e idiotas que nos encontramos en el autobus, en el bar y en nuestra oficina. Yo lo sé porque he pasado muchas horas de mi vida en ese asiento, observando el campo, la platea, la afición contraria, formando parte de la masa… Lo he dicho muchas veces y lo reafirmo: yo he sido el azote del trencilla. Yo era el que recordaba al linier que se pusiese gafas, al lateral derecho lo malo que era y al contrario que calentaba por esa banda el corte de pelo ridículo que lucía. 


En una cancha me transformo, seguramente me vuelva peor persona. Pero, seamos sinceros, en un Real Valladolid vs Elche de un plomizo domingo de marzo, ¿hay algo mejor que hacer que calentarle la oreja al extremo rival durante 90 minutos? ¿Qué tengo yo en contra del central titular del Córdoba? Nada. ¿Qué tengo yo en contra del central titular del Córdoba cuando juega contra mi equipo? Todo. Para mí es Atila el Huno y quiere arrasar mi aldea. Y yo esa tarde la defiendo con uñas y dientes. Es parte del juego, forma parte de la rivalidad, del enfrentamiento sano, del espectáculo más grande del mundo.

 

Por eso el fútbol necesita y odia a jugadores como Vinicius. Necesita a ese villano contra el que verter su bilis, al que enfocar, al que provocar y que nos provoque. Porque claro que Vinicius lo provoca, claro que despierta esa animadversión en el contrario, porque es parte de su estilo. Su rutina se basa en tratar de zafarse del contrario y evitar los golpes, que son muchos. De recibirlo -o no-, discutirá, protestará, clamará al cielo, se revolverá como si lo hubiesen mutilado…y una vez el balón vuelva a rodar todo empieza de nuevo. Sus aplausos a los árbitros, las palabras con los adversarios, las declaraciones a los periodistas, los gestos a los aficionados y hasta las miradas a sus propios compañeros tampoco ayudan a amar al bueno de Vini que, siendo realistas, no tiene pinta que vaya a ganar el Nobel de la Paz. El de Química tampoco.
 

Todo equipo tiene a su propia némesis, ese personaje que, de no vestir su camiseta, sería blanco de todas las iras. En el Barça era Piqué; ahora seguramente sea Xavi, tal vez pronto lo sea Gavi. Pero hay más: el Cholo Simeone en el Atleti, Fekir en el Betis, Reina en el Villarreal, De Tomás en el Rayo…hasta el propio Iago Aspas o Hugo Mallo. ¿No me creen? Pregunten en A Coruña. Todo depende del cristal con el que se mira. 
 

El racismo es repugnante en todos los contextos, pero parece que solo nos indigna realmente cuando es hacia un millonario. No recuerdo haber visto que acaparase portadas y titulares la muerte de una temporera marroquí en Almonte en un accidente de tráfico que dejó cerca de 40 heridos hace solo unos días. Nadie se ha hecho cargo de esas mujeres migrantes, de sus necesidades, de sus derechos como trabajadoras y afectadas en un siniestro de esta magnitud. ¿Acaso no sería distinto si fuesen españolas las que sufriesen ese terrible percance? ¿Lo sería si llevasen en la manga del uniforme el logo de La Liga? ¿Habría este silencio si fuesen hombres? Y digo más. ¿Por qué no ocurre lo mismo cuando la grada grita ‘maricón’? ¿Y cuándo hay cánticos machistas hacia una árbitra o hacia una pareja? A lo mejor, además de racistas, somos una sociedad machista, homófoba, clasista y funambulista, especializada en moverse en la cuerda floja de la moralidad. Somos muchas cosas, y reconocerlo es el primer paso para corregirlo. Lo demás es educación y cultura, que no es poco. 

 

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