El insulto

José Luis Fernández Carnicero



Nacido en Ourense en 1967. Estudou Maxisterio por Ciencias,especialista en Música. Licenciado en Ciencias Matemáticas especialidade de Estadística e Investigación Operativa na UNED.Postgrado de Experto Universitario en Modelización de Riscos en Entidades Financieiras.


Escrebo en varios diarios de Galiza, nalgúns co pseudónimo de José Luis Fernández Carnicero.

Mestre de Educación Musical no C.E.I.P. Calvo Sotelo (Carballiño).

Membro da Sociedade cultural: O Liceo de Ourense.

Membro do Consello Escolar de Galiza e do Consello Escolar Municipal de Ourense.


En el transitar de los tiempos las palabras cambian y las que antes eran descriptivas, son ahora ofensivas. No quiero poner ejemplos para no emplearlas ni en la escritura. Esas palabras que ofenden en la actualidad comienzan a ser de uso normal y a todas horas se escuchan en personas supuestamente importantes. Todos recordamos al premio Nobel de Literatura que quiso dignificar las coprolalias que salían de su boca. Esas mismas maledicencias también tienen relación con los insultos.


Los insultos tienen su utilidad cuando faltan argumentos para defender las tesis propias. Recuerdo un pésimo discurso de un atrevido que no tenía formación, en el que había tantos errores que aquello era pura fantasía. Al finalizar dijo que si hubiera algo erróneo que se le dijera al final de la exposición. Muchos emplearon el insulto para decir que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Otros callamos. Pero pienso que ni en esos casos, en los que sin capacidad ni horas de estudio, buscan las enhorabuenas gratuitas del público, el insulto está justificado. La razón es que no aporta nada positivo a nadie, salvo la ególatra sensación personal de aquellos que piensan en sí mismos.


Hace unos cinco meses escribí un whatsapp a un amigo, para mostrarle mi apoyo ante los insultos que recibía en las redes sociales. Lejos de su perfil público o de su ideología, nada justificaba el juicio sumarísimo por parte de algún resentido y de sus seguidores. Luego supe que el que emitía los improperios había obtenido su atención y consideración. Los intereses habían cambiado, como los tiempos, las palabras y las sazones, y la lealtad y la honestidad ya no contaba.


En las clases de lengua española todos los estudiantes aprendemos a insultar, empleando recursos estilísticos. Intentaré explicarme. Nadie puede denunciarte al emplear una metáfora para hablar de alguien. Por eso que si vemos a una persona en un restaurante comiendo mucho y decimos que es un león comiendo, cualquiera puede pensar en un insulto. Y nadie puede demostrar si realmente lo es o no. Esta vía de escape para insultar recibe un rechazo por parte de la sociedad, pero es muy contagiosa y va minando las bases éticas de cualquier colectivo. Cuando en los años 90 los imputados por casos de corrupción insultaban a los jueces y fiscales, parecía que no pasaba nada. Por tanto la justicia se mantenía firme en los procesos abiertos y no actuaba sobre esos insultos concretos, para no paralizarlo todo por ser recusados. Los que insultaban, jugaban con el tiempo y preferían incurrir en una falta a que continuase la instrucción judicial habitual.


El mejor remedio ante lo insulto es ignorarlo. Como decía Moliere “Un hombre sabio es superior a cualquier insulto que se le diga, y la mejor respuesta a un comportamiento ruin es la paciencia y la moderación”. Paciencia siempre, pues detrás del insulto brota la incultura.

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