​Añoranza de la Mentira (carta desde el Reino de la Posverdad)

Antonio-Carlos Pereira Menaut

Microoratoria


La gente de mi época nacíamos en el Reino de la Mentira, versión española y rancia (o sea, cutre pero menos penetrante). Las verdades oficiales se repetían: nuestro invicto Caudillo, España es lo mejor (esto aún colea), la conspiración judeo-masónico-separatista, Franco inaugura un nuevo embalse (esto no solía ser falso), nuestros atletas sólo alcanzan honrosos penúltimos puestos porque los jueces son antiespañoles, y así.


La persona media, incluyendo ahí franquistas moderados, no lo creía: ellos están en su papel diciendo eso, y yo estoy en el mío creyendo la mitad de la mitad. Quedaba, además, el humor, último refugio del disidente, donde brillaba con luz propia la llorada Codorniz, "la revista más audaz para el lector más inteligente".


En el Reino de la Mentira, en las universidades florecía la disidencia. En 1968 los cafés de Santiago hervían con tertulias políticas, que no se encontrarán ahora en ninguna universidad porque distraen de la empleabilidad y no dan créditos para ningún master prestigioso en Madrid. En 1968, como en 1868, la universidad producía discrepantes; hoy produce recursos humanos para los bancos. Con la aprobación de la izquierda.


Por lo visto, antes, en algunos países soviéticos, la gente se refugiaba en una especie de cinismo, el "doublethinking": oficialmente digo una cosa, pero pienso (y, si no me ven, hago) otra. Ahora, en la Posverdad, no es así porque no hay el problema de las mentirotas intragables. En la Posverdad la realidad ya no es punto de referencia, así que creeremos las cosas según la habilidad técnica y la insistencia del comunicador.


Realmente, la Posverdad no es nueva; en España se remonta al gran encantador de serpientes Felipe González, y en su ulterior desarrollo han influido no sólo oscuros conspiradores malvados sino también, simplemente, las modernas técnicas de comunicación y las asesorías de comunicación de toda empresa o institución que se respete. Los departamentos de comunicación de los partidos no existen para decir la verdad sino para "romper el saque" al opinador contrario, ventilar lo sórdido, desfigurar, diluir las propias culpas en un rebumbio general y así por el estilo. Y en un mundo líquido, al haber dejado de ser públicamente visible algo como la verdad, que por definición no es muy líquida, las razones de fondo para creer o no creer algo pasan a segundo plano.


Tampoco hacen hoy falta ciudadanos críticos, ni de los que harían otra cosa si nadie les viera, porque al ciudadano posverdadense siempre le están viendo, y además no es cínico sino bueno y crédulo (cree a la ciencia, al estado, a la UE). El cínico no creería las mentiras del gobierno -el buen cínico, ni las suyas propias creería-; el posverdadense, siempre que le bombardeen bien bombardeado, acaba creyendo; no es casualidad que la Posverdad esté cómoda con la corrección política. Con ésta no hay "doublethinking": si algo es políticamente correcto, se acabará imponiendo hasta in the hearts and minds; por eso los combates de hoy se libran ahí. Resultado: hay menos disidencia; la uniformidad se impone (a veces, incluso legalmente). 


Se acabó reírse de las verdades oficiales; ay de quien se ría públicamente de las fuerzas armadas españolas, de la policía, o de la ideología de género. Cambiados los marcos y re-escrita la música de fondo, vibraremos con la Selección de fútbol, o contra Venezuela o contra el planeta Marte; juraremos no comprar productos catalanes, o que los verdaderos culpables de la crisis somos nosotros, y que hay que pagar los impuestos porque la ley es la ley. 


Ahora no viene contra nosotros como primera medida un policía gordo, feo, gris y bigotudo a pegarnos; ahora se procede de otra manera. Si se trata de atacar a los funcionarios, primero se les desacredita, aunque sea cuando menos mal funcionan. Antes de atacar a las universidades públicas hubo una campaña, justo cuando más investigaban. La gente cree a pies juntillas que España no puede pagar 18 parlamentos, aunque Estados Unidos pague 51 y la pequeña Austria, 9, o jura por los huesos de sus padres que nuestras cutres autonomías tienen más poderes que California. La realidad importa poco.


En la época de la mentira y el cinismo, el ciudadano mantenía sus zonas de reserva mental: el gobierno controla mi actuación exterior, pero no mi mente, y mi mente no ignora la realidad o, ad cautelam, de entrada, desconfía. En la Posverdad, la asunción, a veces incluso entusiasta, de lo políticamente correcto acaba con las zonas de reserva. Tampoco tomamos lo recibido y lo confrontamos con la realidad, pues la realidadno es fácilmente accesible a la opinión pública. El mentiroso tenía remedio, porque lo sabía y algún día podría enmendarse; el posverdadense no ve nada que enmendar. (Poca novedad: siempre ha sido más difícil remediar la estupidez que la maldad).


¡Quién pillara un buen telediario de los de antes, con mentirotas de las de verdad!


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