El ruido

José Luis Fernández Carnicero



Nacido en Ourense en 1967. Estudou Maxisterio por Ciencias,especialista en Música. Licenciado en Ciencias Matemáticas especialidade de Estadística e Investigación Operativa na UNED.Postgrado de Experto Universitario en Modelización de Riscos en Entidades Financieiras.


Escrebo en varios diarios de Galiza, nalgúns co pseudónimo de José Luis Fernández Carnicero.

Mestre de Educación Musical no C.E.I.P. Calvo Sotelo (Carballiño).

Membro da Sociedade cultural: O Liceo de Ourense.

Membro do Consello Escolar de Galiza e do Consello Escolar Municipal de Ourense.


Siempre me llamaron la atención los contrastes que tenemos en la vida. Si la pasada semana hablábamos del silencio, hoy trataremos de introducirnos en una parte contraria. El ruido es, junto con la música, la ausencia de silencio, considerando que el silencio absoluto no existe en la naturaleza. Por eso, consideramos que llegar al silencio cuando cumplimos unos parámetros que nosotros mismos determinamos. Por ejemplo, pedimos silencio a un auditorio cuando va a comenzar una conferencia, un film, un debate o una presentación de un libro. Pedimos silencio para romperlo con una interpretación musical o una coreografía determinada. Por tanto, el silencio finaliza cuando, en el mejor de los casos, comienza la música; si un ruido surge de repente, el silencio desaparece con una sensación extraña a modo de molestia, (recuerden cuando se acopla un micrófono, el ruido característico que ensordece a uno). Tenemos dos elementos que mudan el silencio y centrándonos en el ruido podemos afirmar que resulta muy útil para muchas cosas.

            

Llamamos la atención de las personas cuando hacemos un ruido para que nos atiendan. A veces lo empleamos para evitar un accidente, o para recriminar una acción indebida. De los diversos ruidos habituales, incluida la contaminación acústica, no somos conscientes del daño que nos causa, pero somos capaces de convivir con ellos. Cuando los habitantes de grandes urbes se acercan al medio rural, se enteran del límite acústico al que están sometidos. Descansan y renuevan fuerzas que ni sabían que habían perdido. El ruido que nos oprime puede ser el exceso de información que nos rodea. Algunas veces, cambiamos de tema para evadir algunos problemas presentes, y de esa manera los gobiernos meten ruido con alarmas que nunca llegan a ser realidad. El problema es que cuándo son necesarias, como en esta pandemia, pocos acreditan que la cosa va en serio. Es algo así como el cuento del lobo que nos contaban para visualizar las consecuencias de mentir sin límite.

            

Diferenciar ruido de música es tan axiomático como subjetivo. Cualquier cuerpo, al percutir en él, vibra y emite un sonido fruto de la vibración. Sí este es desagradable, sin ritmo ni normas, irregular y carente de concordancia con los tonos fundamentales y sus armónicos, podemos hablar de ruido. Pero puede parecernos que estamos oyendo ruidos donde no los hay, si desconocemos otras culturas diferentes a las nuestras. Por eso podemos ser ruido para otros, cuando creemos ser música. Ese conocimiento entre los pueblos, las gentes, las mentalidades o las diversas sociedades en el mundo resulta fundamental para valorar a los demás sin despreciar lo nuestro. Ahora que nuestras ciudades ya no suenan como antes. Por lo menos nuestra Auria. Con las calles vacías de tanta gente, con las caras tapadas, el toque de queda y la ausencia de los que ya se fueron. Un silencio singular llama por el ruido de los bares, por las tertulias en los vinos, por los abrazos de los amigos. La tristeza de pensar que estamos perdiendo muchas cosas inmateriales, hace que cada día muramos un poco, sin querer. Porque nadie quiere morir de nada, salvo que nos enteremos que una solución es una metanoia sincera. ¿De qué? De vivir de espaldas a la realidad trascendente que ocultamos con el ruido de siempre. En el libro del profeta Amós puede me los leer: “Aparta de mí el  ruido de tus cánticos, pues en el escucharé siquiera la música de tus arpas”. Fueron tiempos malos para aquel pueblo que acabó en la esclavitud. Nuestros tiempos no son peores, por eso tampoco son fáciles. 

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