​Un apolítico código de honor

Miquel Escudero

Reverte


En español, un ser iletrado es un analfabeto y un ser irreligioso es alguien que se opone al espíritu de la religión o que está falto de ella. No existe, en cambio, el término ‘ipolítico’ pero sí el de apolítico: es el ajeno a la política o quien se desentiende de ella. Durante la dictadura de Franco, no pocos decían ser apolíticos; no se ‘metían en política’ y se encogían de hombros ante lo que se daba como ‘inevitable’. 


Hoy bajo el pretexto de la corrupción, algunos alardean de antipolíticos o de antisistema. No comparto esta actitud, aunque desdeño en particular el definirme políticamente con una sola etiqueta o con unas solas siglas; el motivo es que no son pocos quienes pretenden deducir lo que no pueden y no corresponde -un grado de adhesión impropio-, puesto que leen con un extraño y desorbitado prejuicio, que todo lo corroe. Creo que no hay que facilitar las cosas a los cautivos del sectarismo.


Leo con gusto e interés la última novela de Arturo Pérez-Reverte Falcó (Alfaguara), con la que inicia un nuevo ciclo de relatos. Su protagonista es Lorenzo Falcó, un espía próximo a los 40 años de edad: un hombre del momento que en esta entrega interviene en un proyecto de liberación de José Antonio, en la cárcel de Alicante. Confiesa simpatizar ‘con varias causas’, pero lo cierto es que actúa como un mercenario. Acostumbrado al olor del miedo, que afronta con serenidad e irónica melancolía, el talante de Falcó es ácido y un punto macabro. “Los hombres como aquél llevaban su última noche consigo a todas partes, como una mochila inseparable. Como una sentencia de muerte aplazada”. 


Un rostro curtido por años de tensión, mentiras y violencia. Un mundo donde palabras como patria, amor y futuro carecen de sentido. ¿En qué habría de creer?, se pregunta: “¿En unos generales llamados por Dios a salvar España de la horda marxista? ¿En una República proletaria, bondadosa y honrada que defiende su libertad?... Eso os lo dejo a vosotros. A los muchachos con fe”. Al protagonista le repelen esas retóricas y ha experimentado lo que es ser un mero peón en el juego de otros. La cuestión es que nada es lo que parece. Endurecido al constatarlo, desarrolla un cinismo realista que no permite llegar a soluciones pero sí tener a raya ciertas posturas. Ante una aparente ausencia de reglas, el largo pasillo de una antigua y olvidada conciencia puede registrar un singular rapto de honor. 


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