​Yo voy a votar

Manuel Fernando González Iglesias

Las exclusivas que se cuentan en televisión, en plena campaña electoral, diciendo entusiasmada la presentadora de turno: "esta cadena ha tenido acceso al sumario...", siempre dejan en la audiencia -acostumbrada a tragarse sapos informativos de todo tipo y grandeza- un sabor agridulce -mezcla de desconfianza y descreimiento- que hace que la profesión de periodista quede en entredicho, porque siempre se supone en la sombra la mano política manipuladora que busca -por la vía rápida del engaño- torcer la intención de voto de una buena parte del electorado.


Desgraciadamente, esta es una constante, que siempre aparece cuando los partidos necesitan alcanzar un determinado volumen de votos, con el que consolidar mayorías propias o destruir la fidelidad de las de sus más encarnizados rivales. Sigue pasando y mucho me temo que, mientras no existan leyes contra el libelo y sobre todo, ética en algunos de nuestros colegas, seguiremos asistiendo a estos casos de compadreo entre la política y la información, que hacen que la gente no se fíe de casi nada de lo que le cuentan.


Lo hemos vuelto a ver en estas fechas, y me temo que todavía quedan muchas otras, hasta que los que escribimos nos autoimpongamos algún tipo de penitencia profesional que deje al pseudoperiodista corrupto abandonado a una suerte de descrédito que le convenza que lo suyo no es la información tradicional, sino publicar en una suerte de gacetilla ideológica en la que -sin que nadie le moleste- puede expresarse libremente en beneficio de su partido o líder carismático. No se puede presumir de independencia si se es periodista de partido y se deja uno manipular.

Eso no quiere decir que, por ejemplo, a los amigos de los CDR se les permita amenazar a los compañeros y compañeras que cuentan en sus medios de comunicación lo que realmente ven en las calles de Barcelona cuando salen a cubrir eventos del tipo Premis Princesa de Girona, en los que se escupe a los diputados que acuden como invitados del Rey -primera autoridad del Estado- y se monta en torno a su persona y familia un asedio peligroso, en nombre de una República que no existe y unos presos a los que ha sentenciado el Supremo, el tribunal más importante de la Justicia de cualquier país democrático.


Ambas cosas pasan y ambas son reprobables. Somos un país grande y a mis conciudadanos yo –visceralmente- los tengo por inteligentes, piensen lo que piensen. Llegar hasta aquí, democráticamente hablando, ha costado mucho, vidas incluidas. Conviene pues que cada cierto tiempo lo volvamos a recordar para que los que pervierten la Democracia sientan vergüenza al leer nuestros juicios de valor y desistan de ocupar las calles incívicamente, camuflados oportunistamente de pacifistas o de grandes patriotas al servicio del pensamiento único.


La solución más próxima es ir a votar y plantar cara a los intolerantes y no hacer caso a las tácticas de algunos políticos perversos. Ganamos mucho con un voto en la mano y aún más si lo introducimos en una urna de nuestro colegio electoral.

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