​Historias de su puta mili, nuestra puta pandemia

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Cuando le pregunto a mi padre por la mili siempre me dice lo mismo: “No sirvió para nada”. Mis tíos cuentan experiencias parecidas y, más allá de alguna que otra anécdota más o menos graciosa -que por lo general son de esas que “contadas pierden”-, parece que todos coinciden en que fue una pérdida de tiempo. Ese paréntesis obligatorio en la vida de muchos jóvenes españoles terminó en 2001. Para entonces la mili duraba unos meses, pero a la mayoría les tocó pasar años en el cuartel, viendo desfilar ante ellos algunos de los que, a priori, deberían ser los mejores años de su vida. La mili, la puta mili, ese concepto que a los milenials nos suena a algo tan lejano como las Cruzadas, ha vuelto, y en forma de pandemia.

Para los jóvenes españoles esta crisis les ha golpeado en su bien más preciado: el tiempo. Es verdad que es algo que afecta a todos, grandes y pequeños. Pero, admitámoslo, no es lo mismo quedarse paralizado a los 59 que a los 19.


Porque para los jóvenes españoles esta crisis les ha golpeado en su bien más preciado: el tiempo. Es verdad que es algo que afecta a todos, grandes y pequeños. Pero, admitámoslo, no es lo mismo quedarse paralizado a los 59 que a los 19. A partir de una edad, esa en la que uno deja de celebrar su aniversario y son los demás los que se encargan de los festejos, los bloques de 365 días se parecen mucho entre sí.


Es una putada para todos, indudablemente, pero no me quiero ni imaginar lo que deber ser que te cercenen la libertad que te da la primera independencia. Pienso en esos chicos y chicas que pisan por primera vez una facultad, que estrenan su primer piso, que abandonan su pueblo o su ciudad y empiezan una nueva vida. De verdad que no sabría decir cómo hubiese reaccionado yo si en mi primer año de carrera en Valladolid me dicen que tengo que estar en casa a las 11 todos los días, que no puedo socializar con mis nuevos compañeros, ni hacer deporte con ellos, ni siquiera tomarme un café en la facultad… La verdad es que ante ese panorama creo que se me pasaría por la cabeza tirar la toalla e intentarlo otro día, porque sentiría que estoy perdiendo un tiempo muy valioso.


Por fortuna, la mayoría de jóvenes españoles no piensan como yo. Una generación de muchachos que ha vivido siempre a costa de renunciar a cosas por las crisis provocadas por otros y que les ha tocado pagar a ellos. Muchos no pueden estudiar lo que les gustaría, ni trabajar en aquello en lo que se han formado -por no decir que para muchos trabajar es casi quimérico-, ni pueden soñar con comprarse una casa, o un coche, o irse de viaje. Sin embargo, les exigimos, les obligamos como sociedad, a asumir con una disciplina militar un reto al que nadie está preparado.

Los telediarios nos bombardean día sí día también con botellones y fiestas clandestinas que ni por asomo representan una realidad como sí lo hacen las cifras: los cribados realizados en las universidades gallegas, residencias de estudiantes y colegios mayores apenas arrojaron un puñado de positivos.


Y, pese a todo, en su conjunto están respondiendo de una forma ejemplar. Lo dicen hasta los profesionales del sistema educativo, que reconocen y ponen en valor la obediencia y la capacidad de estas chicas y chicos para sobreponerse a los cambios y medidas impuestas por las administraciones. No obstante, gobiernos, medios, anunciantes y charlatanes se empeñan en criminalizar y señalar siempre a los mismos, generalizando sobre un colectivo castigado y sin voz ni recursos para defenderse cuando los tachan de poco menos que de asesinos.

El mal hacer de unos pocos nos impiden ver el bosque de palmeras que se doblan pero aguantan el huracán de la mayor crisis sanitaria de la historia de la humanidad. Y lo hacen hincando los codos en la soledad de sus dormitorios, o repartiendo hamburguesas puerta por puerta con una mochilita amarilla a la espalda.


Los telediarios nos bombardean día sí día también con botellones y fiestas clandestinas que ni por asomo representan una realidad como sí lo hacen las cifras: los cribados realizados en las universidades gallegas, residencias de estudiantes y colegios mayores apenas arrojaron un puñado de positivos que no explican la obcecación de muchos de mantener a los jóvenes en el punto de mira. El mal hacer de unos pocos nos impiden ver el bosque de palmeras que se doblan pero aguantan el huracán de la mayor crisis sanitaria de la historia de la humanidad. Y lo hacen hincando los codos en la soledad de sus dormitorios, o repartiendo hamburguesas puerta por puerta con una mochilita amarilla a la espalda, u obligados a realizar un cribado en su universidad disfrazado de práctica curricular… Y todo para tener en un futuro un par de anécdotas que, con total seguridad, contadas perderán la gracia. Serán sus historias de la puta pandemia. Las de su puta mili. 


Un rider de Globo circula durante la primera noche de  toque de queda en Madrid (España), a 26 de octubre de 2020



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