Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020).
En Twitter: @Roisinho21
Tres equipos españoles, tres italianos y seis ingleses entran en un bar. Parece un chiste de Arévalo, pero resulta que es lo que Florentino Pérez y once hombrecillos más han ideado para evitar el colapso de Occidente: una Superliga. Sin embargo, y pese a que las conversaciones para planear la mayor competición deportiva jamás vista en este planeta vienen de muy lejos, parece que se quedará en una mera charla de sobremesa. Y todo porque el hincha, ese que no es ni vikingo ni culé ni indio ni quiere serlo y que por tanto no sabe ni entiende nada, sa'enfadao.
Que el lugar elegido por Florentino para defender el modelo de competición que salvará el fútbol mundial fuese el plató de 'El Chiringuito' deja bastante claro a qué tipo de propuesta nos enfrentamos: un circo anfetaminado, hipertrofiado y en el que el contenido importa poco o nada porque el producto final es un pastiche de Champions y NBA que va directo al gaznate del consumidor tipo, ese que rechaza el esquema de juego de Klopp porque el alemán no da minutos a Shaqiri y el suizo es un cañón en el FIFA 21.
Porque solo el último proyecto faraónico de Flo puede salvar a los grandes clubes de sí mismos en estos momentos de crisis. Los gigantes del fútbol mundial, esos que todo lo que ganan lo gastan en querer ganar más, se han encontrado con que ahora les toca pagar la cuenta. Y para evitarlo proponen un cortijo en el que solo puedan estar ellos para que no se les acerquen los pobres y ser ellos los que dividan el dinero que los demás no saben gestionar. La tesis final es que el Real Madrid está arruinado por la crisis sanitaria y por hipotecarse en la reforma de su estadio, pero solo el Real Madrid puede contratar a Mbappé y pagar la ficha de Alaba. Tal vez el dueño del palco del Bernabéu debería escuchar a sus colegas, algunos de ellos cabales como Rummeningge, que proponen, en vez de competiciones galácticas, reducir los costes y no comprar lo que no puedes pagar.
Lo que no es capaz de concebir Florentino es que hay aficionados que viven perfectamente (o todo lo bien que se puede vivir siendo hincha del Elche, el Real Murcia o Patronato) sin tener a Hazard o Ramos defendiendo la camiseta de sus amores cada fin de semana. Mi amigo Manuel 'El Dragón' Fernández, ante la posibilidad de que el Celta fiche a Messi, mostraría cierto recelo y preguntaría : “E a quen quitas?”. Porque tal vez hagan faltas más dragones y 'Gatos' de Catoira en el fútbol moderno y menos imberbes promesas cariocas llegadas de ultramar por más dinero del que jamás podrán gastar. Ese fútbol moderno en el que la mayoría hemos nacido, ajenos a que Socrates y Leonidas no eran griegos, sino brasileños, y le pegaban a la pelota mejor que nadie. Los de mi generación hablamos del fútbol de otro tiempo pero solo de recuerdos inventados que nos han contado, porque cuando aterrizamos en la vida ya regía la ley Bosman, la grande fortunas habían arrebatado los clubes a los aficionados y ya nada era como era antes.
Eso sí lo entienden en Inglaterra, donde la noticia de la Superliga ha caído como una bomba en Villa Park, Craven Cottage o Ewood Park, pero también en las inmediaciones de The Kop o en la Sir Alex Férguson Stand, donde los aficionados de Liverpool y United se han alzado contra sus propios clubes, recordando que si triunfó el Brexit es porque el dogma británico de “Inglaterra para los ingleses” impera para lo bueno y para lo malo. Tal ha sido el levantamiento, y ante la amenaza de que la Premier los expulse del campeonato doméstico, que los seis grandes clubes impulsores del campeonato han decidido recular e incluso ha sacudido la silla de Ed Woodward, mandamás del ManU que dimitirá a final de curso. Quizá antes de plantear Superligas lo ideal sea ganar a Leeds y Brighton en casa, cosa que no hicieron ni Liverpool ni Chelsea esta semana.
Más reservados han estado los equipos franceses, holandeses y alemanes, que cautelosamente han visto lo que ocurría en los toriles desde la barrera antes de decidir si era prudente o no torear en esa plaza. La UEFA y las Federaciones ya han dicho que el que se vaya no juega más, porque la pelota es suya y si no se va a su casa. Una Liga sin colchoneros, merengues y blaugranas es muy posible que perdiese en espectáculo pero ganaría en autenticidad.
Sin embargo, ¿quién querría competir? ¿Cuál sería el premio? ¿Qué aliciente tendrían el Celta de Vigo, el CD Lugo, el Deportivo de La Coruña o el Alondras por intentar subir los escalones que los separan del éxito si esa gloria está reservada solo para unos pocos? ¿Para qué formar futbolistas si para uno bueno que sale acaba en la Superliga porque solo allí juegan los profesionales de verdad? ¿Para qué ir cada quince días al José Zorrilla a sufrir y a pasar frio si nunca sonará el himno de la máxima competición continental para que lo escuche la platea? Tanto los pobres como los ricos pero no lo suficientemente ricos como para codearse con la jet set se quedarían en un invierno perpetuo, en el que se sucederían las temporadas sin que nunca nada cambiase, porque el jugar contra los mejores no depende de tus méritos, sino de lo bien que le caigas a los de arriba.
Pese a todo, sería bueno no engañarnos e ir haciéndonos a la idea de que la Superliga llegará. Tal vez no esta temporada, tal vez no esta década, pero el deporte camina hacía ahí, hacia torneos cerrados y exclusivos donde el aficionado se vea reducido al magnate que puede pagar el abono de temporada a pie de pista o al visitante chino que tiene el Nou Camp al mismo nivel que la Sagrada Familia en su recorrido turístico por Barcelona. Mientras, los demás no pensarán en superligas, sino en supervivencia, esa que solo da el aliento del incondicional cuando estás al borde del precipicio o luchando por el ascenso, ese cántico de toda la grada cuando el pequeño gana al grande o al menos se lo hace pasar mal, o ese niño que pisa por primera vez un estadio porque quiere ver en directo a su ídolo, el Chimy Ávila o Mikel Oyarzabal. Eso, y solo eso, salvará el fútbol moderno.
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