A falta de confirmar, los datos de las primeras evaluaciones apuntan a que la superficie quemada por el fuego en este verano se aproxima a las 100.000 hectáreas. Estaríamos así delante de una de las olas de fuego más grandes en las tres últimas décadas.
La lectura de la información que sobre los incendios forestales nos facilitan los medios gallegos independientes y críticos permite acercarnos a una visión bastante acertada de la realidad. Así, aquellos recogieron de manera recurrente que muchos de los vecinos afectados se quejaron de que “nos dejaron solos”, una frase que no puede ser más explicita y contundente. Los vecinos de las zonas afectadas se encontraron con que, frente a los fuegos que los cercaban, los poderes públicos no les prestaron las ayudas y los servicios que serían menester.
Una falta de medios que queda patente cuando también nos informan de que, con anterioridad, la Xunta de Galicia había prescindido de recursos humanos y técnicos que debían haberse destinado al objetivo de evitar los fuegos. Una merma en los recursos que se sumaría a una caótica gestión de los empleados: “la organización de las brigadas forestales por parte de la Xunta durante esta última ola de incendios fue un auténtico desastre. El personal tiene que estar contratado desde antes de que empiece la campaña de alto riesgo”, denunciaron los sindicatos del sector poniendo en evidencia la falta de previsión y de medios.
Una falta que el gobierno gallego (PPdeG) intentó justificar haciendo lo que suele hacer, derivando responsabilidades al gobierno central. Así, su presidente, Alfonso Rueda, aún sabiendo que Galicia tiene las competencias plenas sobre los incendios forestales (Art. 27º, apartados 11,12. Estatuto de Autonomía), responsabilizaría de la falta de medios al gobierno central cuando, por caso, el gobierno gallego no desplegó todos los medios con los que cuenta.
Todo lo anterior también deriva de varios enfoques errados en relación con la naturaleza actual de los incendios y el papel de los bosques en la sociedad. En primer lugar, está el no querer reconocer el impacto que en la actualidad tiene el cambio climático, que hace que estos incendios llamados de sexta generación, además de ser más intensos y afectar a superficies mayores, sean también más veloces y violentos, lo que los hace prácticamente inextinguibles. Que además, y desde hace años, aparecen en estaciones impensables con grandes episodios en primavera y en otoño, algo que exige un cambio radical en su tratamiento.
En segundo lugar está una visión muy extendida de los montes que no tiene en cuenta su condición de espacio natural, de ecosistema lleno de vida en el que, por caso, el monte bajo y el sotobosque no son porquería que deba ser limpiada, sino que desempeñan un papel fundamental en el sostén de la fauna y la flora del mismo. Una visión esta, muchas veces interesada, que es preciso mudar ya que favorece la destrucción de los montes, pues lleva a una pérdida de potencia de los suelos que, cuando llueve, son arrastrados por la escorrentía ahondando en su proceso de erosión y desertización, así como en la contaminación de las aguas por el arrastre de las cenizas. No se trata, por tanto, de limpiar los montes sino de gestionarlos.
Por otra parte, su gestión, la multiplicidad de las acciones necesarias para su conservación e incorporación a las actividades económica, social, ambiental y de ocio del país hacen que el papel del sector público aparezca como imprescindible. No se puede primar el papel del capital privado como, por caso, se está haciendo al entregar a un oligopolio el control y la extinción de los fuegos por medio aéreos con los resultados que estamos viendo.
Porque este protagonismo del capital privado lleva aa que se priorice la inversión en extinción de los incendios (“la economía del fuego”) sobre el resto de las actividades necesarias para la conservación de los montes pero que el capital privado ignora por ser menos rentables. Un sector público que debe actuar en coordinación con la sociedad civil y empleando de manera coordinada todas las instituciones (Xunta, Concellos, Diputaciones) pues es precisa la colaboración de todos.
Finalmente, deberían rechazarse definitivamente las teorías conspiradoras (“tramas incendiarias”), que son auténticas cortinas de humo de políticos incompetentes, y aceptar que la realidad es mucho mas ingrata, que la situación que estamos viviendo no es una casualidad ni fruto de intereses bastardos u ocultos sino que es la suma de problemas ambientales, económicos y sociales que venimos acumulando desde hace décadas y que reflejan un fracaso absoluto por parte de gobiernos como este gallego de turno (PPdeG).
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