​Ratatouille en Santa Comba

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Cuando vi por primera vez la película Ratatouille no la entendí. Me gustó, pero no terminaba de comprender cómo iba eso de que un bocadito pudiese convertir a un eterno amargado como el crítico de cocina Anton Ego en la máxima expresión del optimismo. “Una fantasía más de Disney”, concluí. Porque hay quien concibe comer como algo protocolario, un momento del día en el que hay que llenarse el buche sin más y, a poder ser, con algo que harte en el menor tiempo posible. Es difícil pensar en comer como un trámite y no como un momento de disfrute viviendo en Galicia, y es imposible verlo de otra forma una vez conoces a gente como el chef Manuel Costiña.


No sé si han estado en muchas casas con una estrella Michelín. Yo solo tengo una como referencia, pero he de decir que no es distinta a mi casa. Al menos es la sensación que te envuelve nada más llegar, y ese tal vez sea el mayor valor del Retiro da Costiña, donde en ningún momento te sientes un extraño. La experiencia empieza ya en la recepción, donde ya uno se da cuenta de que cada detalle importa, que allí se come también con los ojos y que nada está improvisado, como el tour que arranca en las entrañas del obrador santacombés para luego ir ascendiendo hasta el salón de sobremesa, previo paso por el comedor. Podría ser una perfecta alegoría de la propia experiencia del restaurante, donde todo va in crescendo.


Es a la mesa, el lugar en el que todos nos igualamos sin importar nuestro origen, como dice Costiña, donde las sensaciones se desatan con el poder de teletransportarnos. Un bocado de bacalao consigue llevar toda la fuerza del Cantábrico a tu boca, para que luego una patata te entierre en los campos de Coristanco, acto seguido un trago de Alvariño te sumerge en la Ría de Arousa antes de acabar en medio de una plantación de cacao de Santo Domingo al darle un mordisquito a una piedra de chocolate. Y todo sin movernos de Santa Comba.


Entre medias, Costiña explica con mimo, paciencia y pasión, heredada de los 80 años de cocina que soporta el local a sus espalda, todo el proceso que sigue cada plato y que tiene como objetivo que, tras masticar esas joyas, el resultado sea una sonrisa. Los comensales nos perdemos entre emulsiones, texturas, confituras, crujientes, espumas, aliños y fermentados. Tantos términos escapan al no iniciado y recuerdan a García Márquez y '100 años de soledad', páginas en donde uno ya no sabe si el que habla es Aureliano Buendía, Aureliano José o José Arcadio. Pero no importa. Porque da igual. Es un disfrute tan maravilloso que uno lo que quiere es no acabar de leer, como no quiere nunca que se acabe el plato.


Al final, tras varias horas que transcurren sin que uno se percate de las mismas, la velada termina con las tripas contentas y una mueca de júbilo que no se termina de digerir. No les digo más que me pasé cantando la hora de regreso a casa en coche. La sonrisa que nos prometió Costiña no se me borró hasta el día siguiente, momento en el que me enfrenté a una cazuela con la que hervir un poco de agua para cocer un huevo. ¿Cómo se recupera uno de una experiencia así? ¿Cómo se doma a las papilas, ávidas de nuevas emociones? ¿Cómo se le explica al paladar que estas cosas pasan, con suerte, una vez en la vida y que, si los astros se vuelve a alinear, tal vez podamos repetir en el futuro, cuando de milagro quede una mesa libre en la siempre apretada agenda del Retiro da Costiña y podamos disfrazarnos de nuevo de Anton Ego?


Hace poco escuché a una madre decirle a su hijo, reacio a comerse las lentejas que le había preparado: “Un día buscarás éstas lentejas en todas las lentejas”. Y es cierto. Porque ahora busco a Costiña en todos los platos. Y ya entiendo Ratatouille.      

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