Una noche con la paciente de la 332

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

Lidia descansa en su cama del Hospital do Barbanza. Con 91 años su respiración es fatigosa y ya apenas responde a los estímulos. Sus ojos pequeños han perdido casi todo su brillo y tan solo encuentra confort en la medicación que la ayuda a dormir. Los médicos tratan de descifrar qué le pasa a la nonagenaria, pero todavía no tienen respuestas concluyentes tras varios días haciéndole todo tipo de pruebas. Es comprensible. No es la única en este hospital. La suya es una de las muchas vidas que están siendo escudriñadas por los sanitarios, que tratan dolencias que van desde un esguince mal curado hasta un linfoma sin cura posible. 
 

No sé cuándo ha sido la última vez que usted ha pasado la noche en un hospital, pero es toda una experiencia que no le deseo. Lidia y yo estamos solos en la habitación, pintada de un amarillo limón que trata de ocultar los desconchones. Es mejor que el box en el que esperó más de 24 horas por una cama, aunque los estores de la ventana están hechos un siete y las cortinas que separan las camas y dan algo de intimidad también han vivido tiempos mejores. Al menos la cama articulada funciona. No todos pueden decir lo mismo. La habitación también cuenta con un sillón, algo destartalado, para el acompañante de turno -vuelve a existir esa figura, la del acompañante, porque, no hace tanto, muchos tuvieron que pasar este mismo trago y llorar en soledad-, sobre el que intento buscar ese reposo que me esquiva toda la madrugada y que me impide el ruido de la máquina de oxígeno.
 

No tengo mucha suerte, porque siempre que parece que me derrota el agotamiento entran las enfermeras o los celadores. Monitorean a la anciana día y noche. Miden sus constantes, su tensión, su nivel de azúcar… También la asean, la cambian de postura, la revisan de arriba abajo, de abajo arriba, de arriba abajo una vez más y se preocupan por ella. “¿Cómo estás, parrula? ¿Cenaste?”, le pregunta una mujer de verde, sin obtener respuesta alguna. 
 

Con paciencia y amor infinito la cambian, la mueven y la arropan. También ellas arrastran los pies, como casi todos aquí. Comentan entre ellas que esta está siendo una noche especialmente difícil. De la 332 pasan a la siguiente estancia, y luego a la otra, y a la otra, y así hasta que tengan que volver a empezar de nuevo. ¿Cuántas horas seguidas llevan trabajando? ¿10? ¿12? ¿A cuántas parrulas como Lidia habrán atendido en este tiempo? ¿Han perdido la sonrisa que oculta la mascarilla durante el turno? No lo parece, y si es así lo disimulan bien. Supongo que ellas también habrán llorado muchas veces en soledad, para luego recomponerse, enfundarse la bata y volver a recorrer el hospital.  
 

Me acurruco en el sillón destartalado con el ordenador y escribo estas líneas. Líneas con las que pretendo poner en valor el tesoro que es nuestra sanidad pública y lo importante que es que la defendamos, con uñas y dientes, y palos y piedras si es preciso, como usuarios que somos, y no dejemos ese peso exclusivamente sobre los hombros de los sanitarios, que todavía cargan a sus espaldas mucho lastre de una pandemia que todavía no se acaba y que aún en sus últimos coletazos sigue dejando un importante reguero de víctimas. 

 

No busque motivaciones políticas en mis palabras. O sí. Es libre de hacerlo. Busquen culpables y señalen a uno u otro color político. Señálese a usted mismo y reflexione sobre lo votado. O sobre lo no votado. Piense en los sanitarios que firman contratos de un mes, de una semana, de un día. Piense en si conoce el nombre de su médico de cabecera o si, por el contrario, se enfrenta a una cara diferente cada vez que va. Piense en la última vez que no tuvo que esperar por una cita en su centro de salud. Piense en ese enfermero de Santa Comba que se ha marchado a otra comunidad para tener un contrato estable, o en esa doctora de Sarria que se ha ido a Londres para disponer de un salario digno, o en esos padres que se han marchado de Cee porque en toda la redonda no hay ni un solo pediatra, o de ese fisioterapeuta de A Pobra que se busca la vida en Suiza porque no puede permitirse esperar otro año más a que saquen plazas de lo suyo, o en esa psicóloga de Ames desencantada con el sistema y que ya busca casi cualquier cosa porque de algo hay que vivir, y de la salud mental en este país de locos parece que no todos pueden. 
 

Estos días se suceden las manifestaciones y huelgas de profesionales sanitarios. En A Mariña se espera una concentración multitudinaria el próximo jueves 19 de enero, antesala de la gran manifestación programada para el 12 de febrero en Santiago de Compostela. Sería formidable que ambas se quedasen pequeñas, que la ciudadanía en masa se echase a la calle para defender un bien tan preciado como una sanidad con medios, recursos y personal suficiente como para que nadie tenga que quedarse atrás o fuera. Sería magnífico contar con una sanidad pública y de calidad en una comunidad que para 2035 tendrá más de 830.000 personas mayores de 65 años. 140.000 tienen más de 85 en estos momentos. Personas como Lidia, que dependen de que este sistema se mantenga, y lo haga con inversiones y sin caer en manos del capital privado. 

 

No sé, tal vez es solo cosa mía. Tal vez porque temo que algún día, yo, o usted, podamos ocupar esa misma cama en la que hoy está Lidia. Y entonces me gustaría tener a alguien a mi lado, cuidándome y escribiendo en este mismo sillón sobre las virtudes de nuestra sanidad pública, y no sobre sus defectos. 


 

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